Creencias y definiciones negativas sobre uno mismo
Del ser al comportarse y el peligro de encasillar a otro
Las creencias negativas
No es necesario acudir a la práctica clínica para escuchar frases tales como “Soy idiota”, “Soy torpe”, “Soy malo” o “Soy muy nervioso”. La vida diaria nos ofrece multitud de ocasiones para apreciar estas verbalizaciones por parte de los demás en aquellos momentos donde hacen referencia a su persona.
El propósito del presente texto es conferirle la importancia necesaria a ese tipo de descripciones que todos hacemos para calificarnos, donde el problema reside no en el término –en algunas ocasiones es muy probable que incluso acertemos-, sino en el verbo que se utiliza y que, a fin de cuentas, confiere un sentido muy profundo a la imagen que proyectamos y que percibimos de nosotros mismos.
Como se comentaba con anterioridad, el problema de ese tipo de definiciones sobre nuestra persona se encuentra en el verbo. Uno no es idiota desde el extremo de los pies hasta lo más alto de la cabeza. Uno no es enteramente nervioso ni depresivo. Tampoco uno es malo en un sentido global (ni tampoco bueno, dicho sea de paso).
Para comprender en mayor medida lo que se pretende transmitir en estas líneas es necesario explicar de algún modo cómo se construye la forma en que tendemos a vernos y vivirnos, que no es sino aquella proporcionada -en gran medida- por nuestras figuras de referencia, es decir, quienes nos criaron de pequeños. Esto quiere decir que aquellos mensajes que fueron escuchados (e introyectados) son aquellos que han marcado una impronta en la visión de nuestra identidad e imagen.
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Aquellos mensajes han influido enormemente en el filtro que aplicamos a la hora de mirarnos. “Yo siempre he sido la hermana desastre”, “Yo era el hermano travieso” o “Yo fui el vago de mi casa” son afirmaciones que resultan extraordinariamente comunes y solemos pasar por alto la importancia y la implicación de tan rígidas descripciones. Expliquemos esto último: si uno o una es significado por sus figuras de referencias con términos como “vaga”, “torpe”, “malo” o incluso “bueno”, “obediente” o “lista”, resultará difícil para el niño desprenderse de esa etiqueta.
El término que se utiliza conlleva asimismo ciertas expectativas con relación al niño. Por ejemplo, si un niño escucha de sus padres de forma reiterada que se trata de alguien nervioso y travieso es probable que empiece a actuar en consecuencia. Simplificando lo dicho, si el niño percibe que se espera de él ser nervioso y travieso, es coherente que termine adoptando esa actitud nerviosa y traviesa.
Si de una niña se espera de ella que sea buena y obediente parece razonable que actúe de forma acompasada a las expectativas que desprenden ambos términos, y que, en última instancia, estructure su rol con relación al otro en estos términos. La asunción de ese juicio emitido por otros será lo que permita al niño existir frente a sus figuras de referencia y en consecuencia frente al mundo.
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Cuando la psicología es la que define a las personas
Habiendo explicado uno de los posibles mecanismos mediante los cuales actuamos de forma acorde a como nos dibujaron desde pequeños, parece interesante extrapolar esta suposición al contexto de la clínica en Psicología. Como disciplina de la salud, la Psicología ha encontrado la necesidad de categorizar y establecer determinadas entidades nosológicas para facilitar la comunicación entre profesionales de la salud mental, para guiar las líneas de tratamiento, así como para también describir de forma precisa las diferentes patologías que hasta ahora se han hallado (o descrito).
No obstante, la utilización de categorías diagnósticas estancas e inamovibles podría tener también su cara oculta. “Yo soy anoréxica desde hace tres años”, “Mi hijo es TDAH”, “Mi padre es alcohólico”, “Me dijeron que era límite hace año y medio” son algunos veredictos que pueden trasladarnos los pacientes en el contexto clínico. Retomando en estos casos la idea descrita unas líneas más arriba, resulta irónico el uso de términos como “límite” o “anoréxica” para describir a nuestros pacientes cuando precisamente acuden a nuestra consulta para desprenderse de los aspectos más lesivos de su manera de estar en el mundo.
Es decir, resulta curioso que se le coloque a la persona la etiqueta de la que precisamente quiere desprenderse solicitando nuestra ayuda. Resultaría interesante preguntarse si emitir estos juicios es contraproducente para los pacientes, que, a fin de cuentas, demandan nuestro servicio para extraer de sí mismos aquellos aspectos más relacionados con la propia etiqueta que les delimita.
Parece oportuno terminar estas líneas describiendo el aspecto más práctico del pensamiento trazado previamente. Planteémonos la utilidad de reducir la identidad de un individuo a sus aspectos más perjudiciales y nocivos. Preguntémonos si una descripción global es sinónimo de ayuda. Un niño no es malo enteramente, de la cabeza a los pies. Una paciente no es toda ella anoréxica. Una persona no es enteramente TDAH o autista. Un niño cuenta con conductas disruptivas. Una paciente presenta serias dificultades y sufrimiento vinculados a su relación con la comida y consigo misma. Una persona muestra problemas a la hora de concentrarse o de mantenerse atenta durante largos períodos de tiempo.
Apreciar en mayor medida el cuadro clínico de forma individual, circunscribiendo el padecimiento a elementos concretos podría beneficiar a la persona en el siguiente sentido: la persona existirá para nosotros trascendiendo la etiqueta impuesta, existirá para nosotros enteramente y no solamente ejerciendo su rol más insano. Acotemos los conflictos de las personas a aspectos, conductas y contextos concretos. Acotemos el sufrimiento.
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